Las últimas medidas aprobadas por el gobierno para reprimir los malos tratos a las mujeres tendrán un buen propósito, no lo vamos a negar; pero van a servir para generar ingentes cantidades de injusticia, de las que los principales perjudicados serán los hombres, y me temo que una nula reducción de uxoricidios. Se trata de que la mujer que presenta la denuncia no la retire, para poder proceder penalmente contra el hombre. Y de que la simple denuncia sea suficiente para que el denunciado sea detenido, sin más. La presunción de inocencialleva tiempo corriendo riesgo cierto de quedarse en papel mojado; no es la primera andanada legal que sufre este principio (creíamos que sacrosanto).
No lo van a arreglar así, elevando cada vez la capacidad represora de las leyes y discriminando al varón de la manera escandalosa que se vienen haciendo. Castigar una misma acción como delito o como falta, según quien la cometa sea hombre o mujer, es ciscarse en el principio de igualdad que debe regir las leyes. Eso, para empezar. (La imagen de un hombre implorando impotente a un juez, como yo lo vi, porque su mujer paranoica le denunció falsariamente por malos tratos, es tan humillante y tan injusta que no puede provocar en el detenido más que sentimientos adversos).
El maltrato y la violencia doméstica tienen muchas variantes y causas bien complejas y diferentes como para que se depositen las esperanzas de erradicarlo únicamente en un procedimiento represor. Es como aplicar aspirina para aliviar el dolor, sin reparar si lo que duele es la cabeza o el estómago. Como tratar de apagar un incendio echándole más leña.
El feminismo radical ha irrumpido en este lamentable problema personal y social como elefante en cacharrería: quiere erradicarlo a la brava, fiándolo todo al resultado final, sin analizar su complejidad. No parece importarle que estamos ante un problema con idéntico final, pero con orígenes muy dispares. Vivimos en una corriente de mujerismo enfático que no repara en los detalles y está errando con su actitud frentista; parece que el despecho les impide considerar con sosiego la complejidad de este asunto. En muchos casos, hasta tal punto llega su militancia contra el hombre que reprueban la evidencia si va contra sus prejuicios. La juez decana de Barcelona denunciaba hace unos meses, desde su larga experiencia procesal, que muchas mujeres acusan de malos tratos a sus maridos para obtener más rápidamente el divorcio, o que muchos litigios que acaban en muerte podrían solucionarse con careos ecuánimes de los casos.
Estamos en una situación social de cambio, es evidente, y el cambio no se puede imponer por las bravas..., salvo que el propósito final sea ir hacia una disparatada guerra de sexos, que sería un sin sentido.
Desde luego, mientras no se traten como diferentes los comportamientos enfermizos de algunos individuos de aquellos otros provocados por situaciones límite; mientras no se incida más -y con más sentido de conciliación- en la conciencia de la igualdad; mientras se confunda deliberamente a un frustrado con un malvado o un enfermo, aplicando la misma terapia a casos tan dispares, se estará errando y se puede esperar poca mejoría para esta lacra. La mejor terapia para reconducir instintos y sentimientos exacerbados es tratar de imponer la razón desde la calma. No se debe renunciar al sentido de la justicia reparadora y regeneradora a la vez.
¿Cuál es el balance de tanta represión legal, de tanta alarma social desde hace una década para acá? Con las estadísticas en la mano, que ha aumentado el número de asesinatos de mujeres y que cada vez se suicidan más homicidas. ¿Es esta realidad un triunfo para álguien? Dudo que quienes defienden la represión indiscriminada esperen alcanzar que se imponga la razón en los conflictos interpersonales que tanto la necesitan.
Hay una receta con mejores expectativas de las que esta legislación frentista está provocando: más psicólogos y menos policía, más mediadores y menos jueces. Esto no es un juego de trincheras, sino de convivencia. Los modos deben ser otros.
No lo van a arreglar así, elevando cada vez la capacidad represora de las leyes y discriminando al varón de la manera escandalosa que se vienen haciendo. Castigar una misma acción como delito o como falta, según quien la cometa sea hombre o mujer, es ciscarse en el principio de igualdad que debe regir las leyes. Eso, para empezar. (La imagen de un hombre implorando impotente a un juez, como yo lo vi, porque su mujer paranoica le denunció falsariamente por malos tratos, es tan humillante y tan injusta que no puede provocar en el detenido más que sentimientos adversos).
El maltrato y la violencia doméstica tienen muchas variantes y causas bien complejas y diferentes como para que se depositen las esperanzas de erradicarlo únicamente en un procedimiento represor. Es como aplicar aspirina para aliviar el dolor, sin reparar si lo que duele es la cabeza o el estómago. Como tratar de apagar un incendio echándole más leña.
El feminismo radical ha irrumpido en este lamentable problema personal y social como elefante en cacharrería: quiere erradicarlo a la brava, fiándolo todo al resultado final, sin analizar su complejidad. No parece importarle que estamos ante un problema con idéntico final, pero con orígenes muy dispares. Vivimos en una corriente de mujerismo enfático que no repara en los detalles y está errando con su actitud frentista; parece que el despecho les impide considerar con sosiego la complejidad de este asunto. En muchos casos, hasta tal punto llega su militancia contra el hombre que reprueban la evidencia si va contra sus prejuicios. La juez decana de Barcelona denunciaba hace unos meses, desde su larga experiencia procesal, que muchas mujeres acusan de malos tratos a sus maridos para obtener más rápidamente el divorcio, o que muchos litigios que acaban en muerte podrían solucionarse con careos ecuánimes de los casos.
Estamos en una situación social de cambio, es evidente, y el cambio no se puede imponer por las bravas..., salvo que el propósito final sea ir hacia una disparatada guerra de sexos, que sería un sin sentido.
Desde luego, mientras no se traten como diferentes los comportamientos enfermizos de algunos individuos de aquellos otros provocados por situaciones límite; mientras no se incida más -y con más sentido de conciliación- en la conciencia de la igualdad; mientras se confunda deliberamente a un frustrado con un malvado o un enfermo, aplicando la misma terapia a casos tan dispares, se estará errando y se puede esperar poca mejoría para esta lacra. La mejor terapia para reconducir instintos y sentimientos exacerbados es tratar de imponer la razón desde la calma. No se debe renunciar al sentido de la justicia reparadora y regeneradora a la vez.
¿Cuál es el balance de tanta represión legal, de tanta alarma social desde hace una década para acá? Con las estadísticas en la mano, que ha aumentado el número de asesinatos de mujeres y que cada vez se suicidan más homicidas. ¿Es esta realidad un triunfo para álguien? Dudo que quienes defienden la represión indiscriminada esperen alcanzar que se imponga la razón en los conflictos interpersonales que tanto la necesitan.
Hay una receta con mejores expectativas de las que esta legislación frentista está provocando: más psicólogos y menos policía, más mediadores y menos jueces. Esto no es un juego de trincheras, sino de convivencia. Los modos deben ser otros.